La crisis del coronavirus está dejando un vasto elenco de datos económicos que quedarán para la historia. Lo que ya es conocido como el ‘Gran Confinamiento’ ha parado gran parte de la producción de un día para otro, generando un impacto sobre la economía muy superior al de una crisis convencional. Aun así, la crisis pasará y esos indicadores volverán a ser positivos (las bolsas subirán, los PMI retornarán a terreno expansivo…). Pese a ello, nos quedará una herencia difícil de borrar: la deuda pública más alta de los últimos 120 años.
La deuda pública española volverá a superar con claridad el umbral del 100% sobre el PIB por tercera vez desde que se tienen registros. Esta vez no será como en 2014, cuando se sobrepasaron las tres cifras por los pelos (unas décimas) y durante un periodo corto de tiempo. En esta ocasión la recesión económica es mucho más profunda, mientras que el estímulo fiscal podría ser también más elevado, generando una combinación (desplome de los ingresos y más gasto) que eleve la deuda pública más allá del 110%. Si el Banco de España da una horquilla de entre el 110% y el 122% del PIB, hay paneles que hablan de un 130%. El FMI lo deja en un 113,4% en 2020 y un 114,6 en 2021.
El PIB nominal (el denominador) podría sufrir una caída cercana al 8%, mientras que la deuda (el numerador) se disparará tanto por el déficit público (que podría rondar el 10% del PIB), como por la caída del PIB nominal. Cuando este ratio ha alcanzado niveles similares en otros episodios de la historia de España, una crisis de deuda ha terminado llamando a las puertas, con un drástico incremento de los intereses y poniendo las finanzas públicas contra las cuerdas, como ocurriera en 2012 o a finales del siglo XIX. En esta ocasión, el Banco Central Europea tendrá la difícil misión de evitar este escenario.
El problema que se avecina no solo es ‘culpa’ del coronavirus. España llega a esta crisis con un margen fiscal muy reducido. Los diferentes gobiernos que han pasado por la Moncloa desde 2008 no han logrado un solo superávit fiscal en 12 años. Mientras tanto, el crecimiento económico y la inflación han sido mediocres en el mejor de los casos, impidiendo una reducción de la deuda pública. Entre 2007 y 2014 la deuda prácticamente se triplicó en términos de PIB, pasando del 35 al 100%. La crisis global de 2007-2008, que prendió la mecha de la burbuja inmobiliaria española, y la posterior recaída con la crisis de deuda soberana en la zona euro en 2011 y 2012, fueron los culpables. Caída de los ingresos públicos, un mayor gasto en estabilizadores automáticos (susbidios, prestaciones por desempleo…) y una austeridad que finalmente no fue expansiva generaron el caldo de cultivo perfecto. Desde 2014 hasta 2019, el crecimiento económico fue aceptable, desde 2015 incluso muy por encima de la media de la zona euro. Sin embargo, el déficit público nunca fue inferior al 2,5% del PIB, mientras que una inflación inapetente tampoco ayudó a aliviar la carga, dejando el nivel de deuda prácticamente donde estaba.
Echando la vista hacia atrás en la doliente historia económica de España, el hito negativo se encuentra en 1880, cuando la deuda pública del país quedó contabilizada, según datos del FMI, que comienzan ese año, en un 161,72% del PIB. El siguiente pico de deuda llegó, por su parte, en 1902 con una cifra equivalente al 123,61% del PIB en ese momento. Se venía de los tiempos de la ‘leyenda negra’ de la deuda española.
España se adentraba en el siglo XIX presa de varios conflictos bélicos. Si las guerras contra Francia y contra Gran Bretaña en la última década del XVIII menguaron las arcas, la inmediata Guerra de la Independencia (1808-1814) terminó de golpear al país. Al mismo tiempo la pérdida de las colonias en América en el primer cuarto del siglo dejó a la Hacienda española sin los metales preciosos de lo que tanto había tirado siglos atrás. Es en esta tesitura cuando llega al trono Fernando VII y decide un repudio de las deudas contraídas por España. Una postura la del monarca absolutista que chocará con la de los futuros Gobiernos liberales, que intentarán pagarla a través de arreglos -ahora reestructuraciones- que no siempre se llevaron a cabo por pura imposibilidad y que escondían impagos parciales.
Pese a las reformas posteriores y las buenas intenciones de ministros de Hacienda como Juan Bravo Murillo en 1851, España era incapaz de cumplir con sus acreedores. Esto le cerraba las puertas de la financiación en las bolsas de valores extranjeras y encarecía enormemente el interés de las sucesivas emisiones. Los continuos arreglos -unilaterales por parte del Estado- chocaban unos con otros mientras el país se endeudaba con conflictos internos como la primera Guerra Carlista (1833-1839) y con políticas como una expansión frenética del ferrocarril. No ayudaba una alocada inestabilidad política con todo pelaje de Gobiernos que acabó con el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868-1874) y la I República. Mientras unos Ejecutivos intentaban reestructurar la deuda, otros (el del Bieno Progresista de 1856 a 1858 y otros del Sexenio) contrataron grandes empréstitos con el exterior, como señala en un estudio el catedrático económico Francisco Comín. Los diferentes titular de Hacienda se veían en una tesitura de dedicar un tercio del presupuesto a pagar deuda pública.
El resultado de estos convulsos tres cuartos de siglo fue que en 1880, ya con la Restauración asentada, la deuda pública escalaba al citado 161% del PIB. Una montaña que en 1881 empezó a derribar el ministro de Hacienda Juan Francisco Camacho, quien aprovechando una coyuntura favorable en el mercado planeó la enésima reestructuración, que esta vez sí fue efectiva y consensuada con los acreedores, a los que se consultó el canje, aceptando casi todos ellos. A través de dos leyes Camacho refundió las emisiones dispersas anteriores en dos grandes tipos de deuda: la deuda amortizable interior al 4% a 40 años, y la deuda perpetua -tanto interior y exterior- también al 4%. La receta, que otorgó algo de seguridad a los inversores tras décadas, funcionó. Prueba de ello es que la deuda bajó vertiginosamente en los siguientes años, quedándose en poco más de un 70% del PIB en 1885 y 1886.
No duró demasiado la alegría, ya que la Guerra de Cuba, transmutada a la postre en Guerra hispano-estadounidense, sumió al país en el colapso y volvió a disparar la deuda. A la tragedia nacional que supuso la pérdida de colonias como Cuba, Puerto Rico Filipinas con todas sus riquezas comerciales se sumaba todo el dispendio militar de las campañas y el remate de tener que asumir la deuda cubana tras dictaminarlo así EEUU en el Tratado de París (1898) en un claro ejemplo de ‘deuda odiosa’, fenómeno repetido más veces en la Historia.
Superando la deuda pública en 1902 el 120% del PIB, fue otro ministro de Hacienda, en esta ocasión Raimundo Fernández Villaverde, el que se tuvo que remangar. El político acometió una nueva reestructuración, convirtiendo esta vez gran parte de deuda amortizable en perpetua, algo a lo que se negaba en principio. Aparte de la efectividad de la reestructuración, Fernández Villaverde tuvo el mérito de conseguir bajar la deuda pública con el método más ortodoxo: corrigiendo los tradicionales déficits. Entre 1899 y 1908 el titular de Hacienda, impulsor de una de las grandes reformas fiscales en la historia de España, consiguió superávits presupuestarios.
Se creaba una inercia a la baja en la deuda pública española, que no volvería a superar esas cotas del 100% del PIB hasta el siglo XXI. El porcentaje siguió bajando en los años de la I Guerra Mundial, con España exportando a los países en contienda y con una continua inflación que ya se iba a convertir en un truco recurrente para empequeñecer la deuda (apenas un 31% del PIB en 1919). En la década de los 20 las guerras con Marruecos y la política de importantes obras públicas del general Miguel Primo de Rivera provocaron que la deuda se volviera a disparar, aunque se quedó en torno a un 60%. Una cifra que no varió significativamente durante la II República, en la que el atraso económico de España la hizo no ser tan vulnerable a la Gran Depresión.
Deuda española tras la Guerra Civil
La Guerra Civil no supuso un auge tan espectacular de la deuda en tanto que Francisco Franco repudió la deuda republicana tras la contienda y tiró del Banco de España para financiarse, convirtiéndose la inflación en un invitado permanente. Durante la dictadura se llevó a cabo una política renuente a las grandes emisiones de deuda, siendo proclive a monetizar la deuda y a medidas como la represión financiera que permitieron al país, junto al desarrollismo de los 60, llegar a la Transición con una pírrica deuda pública del 7-8%. Sería la implantación del Estado del Bienestar con la democracia el hecho que elevaría de nuevo la deuda.
De hecho, una de las crisis que, pese a su fuerte impacto, ha quedado eclipsada por la Gran Recesión (y ahora también lo hará por la del coronavirus), fue la de 1993. España llegaba en una situación cómoda bajo el Gobierno de Felipe González. En los años previos, la deuda pública parecía haberse estabilizado en el entorno del 40%, el crecimiento del PIB era notable y Barcelona era la encargada de organizar los Juegos Olímpicos de 1992. Sin embargo, varios países, entre ellos España, se habían unido al Mecanismo Europeo de Cambio para lograr una mayor convergencia en la inflación antes de dar el salto al euro. El mecanismo obligaba en la práctica a que los tipos de cambio de las divisas se mantuvieran pegados al marco alemán, lo que redujo la inflación pero también deterioró el saldo exterior de España (la peseta se fortalecía junto al marco), generando grandes déficits por cuenta corriente. Para recuperar parte de la competitividad, el Gobierno tuvo que devaluar la peseta tres veces en poco más de nueve meses. A esta situación se le sumó el estallido de la burbuja inmobiliaria en Japón, con una onda expansiva importante.
La economía apenas creció en 1992 y en 1993 se contrajo un 1%, la tasa de paro en España alcanzó el 24%, el déficit público se situó claramente por encima del 6% y la deuda pública se incrementó en 25 puntos porcentuales hasta el 66% en 1996. Desde entonces, España comenzó a reducir los desequilibrios fiscales hasta alcanzar un déficit cercano al 0% del PIB en el nuevo milenio. Un crecimiento sólido (apoyado en la naciente burbuja inmobiliaria) y un diferencial de inflación muy positivo respecto al resto del área euro permitieron que la deuda pública cayese por debajo del 40% del PIB antes del estallido de la gran crisis financiera de 2008. El año 2009 fue el último en el que se mantuvo por debajo del 60% que exigía el Tratado de Maastricht.